Los días siguientes me levantaba y
me acostaba con miedo. El temor se había convertido en el moscardón molesto y pegajoso
de la época de verano que te persigue hasta al baño. Y como al moscardón, quería
darle unos cuantos manotazos al temor, pero me era imposible. Por las noches ni
si quiera la pareja enamorada lograba tranquilizarme. Me ponía los auriculares,
miraba televisión, leía, rezaba, mas todo era en vano, de hecho acrecentaban mi
pánico y excitaban mis neuronas. Llegué a tener tortícolis por girar la cabeza
de un lado a otro para cerciorarme de que nada ni nadie estaba acompañándome.
No pensaba en otra cosa. Era una tortura, pero así como si hubiera alcanzado el
punto más elevado del Éverest y luego bajado de él como si fuera un divertido
tobogán de Disneyland, así, así es como yo desemboqué en la lógica de que todo
había sido un sueño. Los ruidos en la ventana, el extraño de grandes ojos
oscuros, todo.
Todo iba [1]excelente
en mi vida, sin embargo (para hacer gala de mi frikines) [2]tanta
“excelencia” comenzaba nuevamente a aburrirme y exasperarme.
Un lunes por la tarde (el 1 %
majestuoso de sublimidad se refiere a incidentes como el siguiente) me hallaba
en mi habitación sentada en la silla azul de mi escritorio tratando de pensar
en el ciclo de la materia, cuando un ruido áspero me absolvió por un momento de
la tediosa responsabilidad que me embargaba, pues debía corroborar de dónde
provenía aquel ruido. Así pues, me levanté y cuando me dispuse a abrir la
puerta encontré, yaciente en el piso, un trozo de papel escrito con marcador
negro. Lo recuerdo con claridad. Cada letra estaba contorneada con lápices
sombríos.
Tomé el papel. Lo que decía en él
me dejó sin aliento. Un simple “Hola” atravesaba las fibras del mismo.
Un torbellino
de preguntas destrozó las estanterías laboriosamente trabajadas de mi cerebro.
Defendí la postura que había adoptado hacía varios días con respecto a la
realidad y asumí que sería una broma de mis hermanos. Respondí el mensaje. “Hola” y lo deslicé por la rendija de la
puerta, por donde el papel había llegado a mi. Les seguí el juego.
“Perdón”.
“¿Por qué? ¡¿Qué han hecho?!”. Las
disculpas me asustaron, uno no suele disculparse así porque sí. Algo malo debían
haber hecho.
“¿podemos ser amigos? Se me acaba
el papel”.
La propuesta me desconcertó (¿amiga de mis
hermanos? Claro y yo me chupo el dedo). El pulso se me alteró y nuevamente los
recuerdos me asaltaron como descargas eléctricas en una tormenta nocturna. Las
manos me comenzaron a transpirar. Lo único que oía era mi agitada respiración.
Cerré los ojos y abrí la puerta de un tirón .Una tenue luz. Un pasillo y un
desván abierto.
Temor.
[1] Aceptando las diferentes
acepciones que la palabra “excelente” admite y tomando como punto de
comparación la excelencia en su sentido más mediocre y vulgar, en el sentido
popular de la palabra. Dicho de otra manera, me refiero al sentido aburrido,
tranquilo, monótono y blanco. =)
[2] No es histeria, es
cansancio a la monotonía que me rodea. Es como vivir en un lunes eterno. Si,
así de tortuoso. Despertarte y saber con
un 95 % de certeza lo que el resto de la semana te depara; el 4% restante, está
reservado para altercados familiares, accidentes viales o de cualquier otra
índole (que nunca faltan), fallecimientos o metidas de pata graves; y el mísero
1% es la esperanza de que algo sublime suceda.
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